El pato en la escuela
La escuela es el lugar donde deberíamos aprender a ser nosotros mismos y a respetar a todos los demás. Estar en la escuela, vivir la escuela ha de ser el camino para llegar conocer, a querer y a desarrollar nuestra persona y, al mismo tiempo, a tener en cuenta que hay otras que merecen nuestro respeto, nuestra ayuda y nuestro afecto.
Cuando hablo de diversidad no sólo me refiero a el alumnado. También hay diferencias que debemos respetar en los profesores y en las profesoras. Dice Steiner que la relación maestro alumno es “una alegoría del amor desinteresado”. Ir cada día a la escuela. ¿A sentirnos cada uno como somos o a encajarnos en un engranaje de rutinas despersonalizadoras? ¿A obedecer de forma tediosa lo que prescribe, en palabras de Helmutt Becker, la “escuela administrada” o a recrear el conocimiento y la convivencia? ¿A ser cada uno más él mismo o a meternos en un molde único?
Cierta vez, los animales del bosque decidieron hacer algo para afrontar los problemas del mundo nuevo y organizaron una escuela. Adoptaron un currículo de actividades consistente en correr, trepar, nadar y volar y, para que fuera más fácil enseñarlo, todos los animales se inscribieron en todas las asignaturas. El pato era estudiante sobresaliente en la asignatura natación. De hecho, superior a su maestro. Obtuvo un suficiente en vuelo, pero en carrera resultó deficiente. Como era de aprendizaje lento en carrera tuvo que quedarse en la escuela después de hora y abandonar la natación para practicar la carrera. Estas ejercitaciones continuaron hasta que sus pies membranosos se desgastaron, y entonces pasó a ser un alumno apenas mediano en natación. Pero la medianía se aceptaba en la escuela, de manera que a nadie le preocupó lo sucedido salvo, como es natural, al pato. La liebre comenzó el curso como el alumno más distinguido en carrera pero sufrió un colapso nervioso por exceso de trabajo en natación. La ardilla era sobresaliente en trepa, hasta que manifestó un síndrome de frustración en la clase de vuelo, donde su maestro le hacía comenzar desde el suelo, en vez de hacerlo desde la cima del árbol. Por último enfermó de calambres por exceso de esfuerzo, y entonces, la calificaron con 6 en trepa y con 1 en carrera.
El águila era un alumno problema y recibió malas notas en conducta. En el curso de trepa superaba a todos los demás en el ejercicio de subir hasta la copa del árbol, pero se obstinaba en hacerlo a su manera. Al terminar el año, una anguila anormal, que podía nadar de forma sobresaliente y también correr y trepar y volar un poco, obtuvo el promedio superior y la medalla al mejor alumno.
Esta fábula nos ayuda a reflexionar sobre la diversidad de alumnos y de alumnas en una escuela que tiene en la homogeneización su camino y su meta. El “niño tipo” es el varón, de raza blanca, que habla el lenguaje hegemónico, que es católico, payo, sano, vidente... En una palabra, normal. A él va dirigido el discurso y él es propuesto como modelo para todos (y, curiosamente, para todas). Se ha vivido la diferencia como una lacra, no como un valor. Se ha buscado la homogeneidad como una meta y, al mismo tiempo, como un camino.
Los mismos contenidos para todos, las mismas explicaciones para todos, las mismas evaluaciones para todos, las mismas normas para todos. Curiosamente, se buscaba en la justicia el fundamento de esa uniformidad. Sin caer en la cuenta de que no hay mayor injusticia que exigir lo mismo a quienes son tan diferentes. No es justo exigir que recorran el mismo trayecto, en tiempos exactos, un cojo y una persona en perfecto uso de las dos piernas. La injusticia es todavía mayor cuando las diferencias están cultivadas, buscadas e impuestas.
Volviendo al ejemplo de la carrera: ¿sería razonable exigir un recorrido igual a quien puede avanzar sin obstáculos que a aquél a quien se ha atado al pie una enorme bola de hierro? La bola de hierro de ser mujer, de ser pobre, de ser gitano, de ser inmigrante...
La diferencia es consustancial al ser humano. Somos únicos, irrepetibles, en constante evolución. Si un centímetro cuadrado de piel (las huellas digitales) nos hacen diferentes a miles de millones de individuos, ¿qué será todo el pellejo? ¿Qué sucederá con nuestro interior, lleno de emociones, dudas, creencias, valores, conflictos...? He dicho alguna vez que hay dos tipos de niños: los inclasificables y los de difícil clasificación. ¿Cómo es posible que tratemos a todos por igual?
Nos diferencian las actitudes, las capacidades, las emociones, la cultura, la religión, la raza, el sexo (y el género), el dinero... No todas las diferencias son del mismo tipo y no con todas ellas hay que proceder de la misma forma. Ante algunas diferencias hay que poner en marcha actuaciones de redistribución.
Si hay pobres y ricos, lo que se debería buscar es distribuir los bienes de manera que las diferencias desaparecieran. Hay diferencias que exigen otra actuación política y educativa. Si uno es homosexual y otro heterosexual, la actuación pertinente no es igualarlos sino respetarlos. Si uno es católico, otro mormón y otro agnóstico, lo que hay que hacer es valorar cada opción, respetar a cada persona.
Esas actuaciones son de reconocimiento. En algunas ocasiones hay que combinar las políticas de redistribución con las de reconocimiento. Por ejemplo, las mujeres tienen que recibir un política de reconocimientos (igual dignidad, iguales derechos, igual valor...), pero como al ser mujeres tienen menores sueldos y menor riqueza, han de ser objeto de políticas de redistribución.
La intervención diferenciadora es ética ya que no hay nada más injusto que tratar igual a los que son radicalmente desiguales. Lo cual supone un conocimiento de cómo es cada uno, de cómo es su contexto y su historia. Lo cual exige una actuación metodológica y evaluadora que se adapte a las características de cada uno. Cuando se ha calificado a algunos alumnos de “subnormales”, ¿qué hemos querido decir? Que no tenían las mismas potencialidades que los otros, que no reaccionaban como los otros, que no hablaban como los otros. Los otros eran los normales, el prototipo. De esta forma la “etiqueta” pesaba sobre ellos como una losa. Menos expectativas, menos estímulos, menos éxitos, menos felicitaciones, menos... ¡Qué error! ¡Qué horror!
La diferencia es una fortuna que a todos nos enriquece. Todos podemos alcanzar el máximo desarrollo dentro de las posibilidades de cada uno. Por eso resulta imprescindible cambiar de concepción, romper la tendencia uniformadora. Resulta necesario conocer al otro, aceptar al otro, amar al otro como es, no como nos gustaría que fuese.
La escuela de las diferencias nos humaniza, nos hace mejores. La escuela de las diferencias hace posible que todos podamos sentirnos bien en ella, que todos podamos aprender. Por contra, la escuela homogeneizadora acrecienta y multiplica las víctimas. El pato se amarga en la escuela. Se desnaturaliza. Acaba nadando peor. Se compara con los que trepan y vuelan y se siente desgraciado. Incluso aprende a ridiculizar a quienes nadan peor que él. En definitiva, se convierte en una víctima. ¿Es posible conseguir una escuela donde todos los niños y niñas aprendan, se respeten, se quieran? ¿Es posible hacer de la escuela un trasunto de lo que debería ser una sociedad para todos en la que la justicia, la solidaridad y el respeto fuesen las leyes de la convivencia? A eso vamos. En eso estamos. No corren tiempos fáciles. En una sociedad en la que prima el individualismo exacerbado, la obsesión por la eficacia, la competitividad extrema, el conformismo social y el relativismo moral..., no es fácil tener en cuenta que la competición está trucada.
La aspiración máxima no es saber quién llega primero sino cómo podemos llegar todos a donde cada uno puede llegar. La pretensión de una sociedad justa será la de ayudar a aquéllos que necesitan una especial atención porque parten de situaciones de inferioridad. La atención a la diversidad es, pues, la causa de la justicia. Cuando los desfavorecidos, al pasar por el sistema educativo, se encuentran de nuevo discriminados y perjudicados, estamos convirtiendo a la escuela en un mecanismo de iniquidad. Precisamente la institución que debería corregir las desigualdades, se convierte en un elemento que las incrementa y las potencia.
Como digo en mi libro “La escuela que aprende” (Santos Guerra, 2000), es necesario que la institución educativa se abra al aprendizaje, que se haga preguntas, que sea sensible a la crítica, que analice sus prácticas. De lo contrario estará condenada a la rutina, al individualismo y al fracaso. La escuela no tiene sólo la tarea de enseñar. Para poder hacerlo adecuadamente, tiene que aprender. Las instituciones inteligentes aprenden siempre. Las otras, tratan de enseñar con excesiva frecuencia. Desde aquí hago votos por todos los educadores y educadoras que se ocupan con amor por cada niño, por cada niña, con las palabras de Miguel Hernández: “Volveremos a brindar por todo lo que se pierde y se encuentra: la libertad, la alegría y ese cariño que nos arrastra a través de toda la tierra”.
Autor
Miguel Ángel Santos Guerra
Doctor en Ciencias de la Educación.
Diplomado en Psicología.
Catedrático de Didáctica y Organización Escolar.
Autor y Director de libros, colecciones, revistas y publicaciones de libros sobre educación.
Miembro de la Comisión Asesora para la evaluación del sistema educativo de la
Junta de Andalucía.